martes, diciembre 26, 2006

La realidad transformada

Hace ya unos años, en octubre de 1969, Juan Ismael escribió un texto. Escrito sobre papel pautado a mano, arrancado de un cuaderno de ejercicios musicales, era para la exposición de su amigo Juan Betancor en la galería Wiot. En él definía las líneas diferenciales de su obra:
"Una claridad, una franqueza en la manera de su gruesa textura hace más ostensible la limpia administración de sus posibilidades"'.
Desde entonces en su pintura adscrita en principio al expresionismo hasta su obra más reciente, su trabajo constante ha ido evolucionando. Alumno de la Escuela Lujan Pérez en la década de los sesenta, cercano a Felo Monzón, la experimentación y el estudio lo han llevado a transformar sus pinturas iniciales en una obra donde el mundo onírico se da la mano con la escala Fibonacci. En su trayectoria de indagador constante, se desligó de la figuración durante un período relativamente corto para después reencontrar el paisaje, su peculiar paisaje, en una nueva revisión de la pintura. Atraído también en los años ochenta por la nueva figuración, la deriva hacia una pintura matérica con elementos añadidos como el aluminio fue sin duda el tránsito necesario hasta sus "paisajes verticales".
Esta etapa anterior, que Juan Betancor asevera relacionada con el constructivismo - no en vano el "Universalismo constructivo" de Torres García fue esencial en la EscuelaLujan Pérez-, creada hacia la mitad de los noventa, reflejada en el mural de Gando, sufre un proceso interno de transición hacia esta nueva pintura. De estos cuadros realizados en los noventa escribió Jonathan Alien:
"Los serenos campos que representa se convierten en el territorio de un juego abstracto,donde más que casas, tapias y cobertizos, elementos propios del minifundismo insular,surgen bloques semi-abstractos de composición "

Aquellas azoteas que vistas desde el cielo aparecen como signos de una caligrafía imaginaria ganan en color y ahora se convierten en pasajes transitados desde la realidad al sueño. Los colores, escogidos con deleite, se enriquecen mutuamente en contrastes y armonías que apenas rememoran la realidad.
Durante estos años, Juan Betancor ha permanecido en un silencio productivo; la
deconstrucción de los planos y la terminación precisa de sus líneas se alian con salidas al
campo, como las que realizaba hace años con Miró Mainou y un grupo de artistas de la Escuela Lujan Pérez. Estas salidas en verano, que mantiene constantes, son en las que se empapa de pueblos, de luz, de una atmósfera que diferencia cada uno de sus cuadros. De ellas -de estos paseos a plein air- surgen apuntes de rincones, casas colgadas de las laderas, muros que se abren. Esta realidad, que posee su propia belleza, se ve transformada y a veces redimida por la mano del artista. De entre un grupo de casas, en los que las grandes manchas de color marcan la pauta, surgen árboles, hojas secas, o racimos de fruta de una espectacular belleza. Entre las grietas de un muro, la rama vegetal recuerda que en cualquier lugar hay un misterio o la vida; en los árboles apenas insinuados, un grupo de naranjas nos acercan a la realidad. En muros de jardines abandonados donde de pronto crece la hierba, él imagina y reinventa desde que en su procedimiento acaba el boceto y se entrega al lienzo donde sitúa el cuadro definitivo.Mientras, el tiempo detenido en un reloj, oculto entre los árboles, sugiere el lado mágico de las cosas.
En sus cuadros, en la mayoría de los que presenta en esta exposición, la fantasía ha ido trasladando el territorio de la realidad a un terreno abonado por la imaginación. De hecho el propio artista se confiesa cercano, aunque su cercanía es más poética que pictórica, a Chagall y al Miró anterior al surrealismo. Pero, en un salto atrás en el tiempo, su sensibilidad ante la pintura señala al gótico, la etapa en la que la perspéctica albertiana aún no había marcado la visión occidental de la pintura.
Entre estas afinidades electivas, y quizá influido por las conversaciones y la enseñanza de Felo Monzón, surge también la necesidad de una pauta para componer el cuadro. Y que mejor, en una enamorado de la época tardomedieval, que la escala Fibonacci, la medida secreta que a través del tiempo ha roto las distancias entre la arquitectura y la plástica.
En su proceso, Juan Betancor arranca del entorno lugares habitados, aunque apenas aparece el ser humano en sus pinturas. La casa roja sobre un cielo verde intensamente fauve, tras el que se reconoce el perfil de la ciudad, se transmuta en una obra en la que el color se hace protagonista. En otros cuadros, los limones de poderoso amarillo refrescan la mirada sobre el intenso y oscuro azul. Entre estos cuadros y los paisajes chagallianos hay un proceso que no existe para los primeros y que se hace evidente en los segundos: la pintura transmutada ya no desde lo más intimo de su color sino desde la forma. Sólo entonces se puede entender que ese campo arado con las casas distorsionadas bajo una intensa y clara luna es el reflejo de un proceso que arranca de apuntes del natural, de bocetos realistas, o de collage y de acuarelas, hasta materializarse en la pintura definitiva.
El propio cuadro le demanda su transformación, como los personajes de una novela demandan al escritor el desarrollo propio y diferenciado de su historia. En esa vivencia íntima y continua de la pintura, del proceso de elevación de la realidad a los paisajes de la mente, las palabras de Juan Ismael vienen a ser el colofón preciso para acercamos a este creador:
"Tiene Juan Betancor un positivo sentimiento de la armonía tonal. Logra muchas veces una "sorda luminosidad", francamente delicada y muy difícil de captar en ese punto justo donde, en momentos determinados, la luz que desprende el cuadro alcanza un clima como de hechizo ".
Angeles Alemán
La Atalaya, 2000

Texto del catálogo de la exposición de Juan Betancor en la Galería de Arte Magda Lázaro en Noviembre de 2000

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