lunes, noviembre 20, 2006

JUAN BETANCOR: EL PAISAJE ABATIDO

LÁZARO SANTANA

La Escuela Lujan Pérez ha sido depositaría de una forma peculiar de interpretar el paisaje de Gran Canaria (también del tipo humano; pero ahora limitaremos la referencia únicamente al paisaje). Los artistas que la han frecuentado (como alumnos, o, simplemente, como espectadores asiduos, atraídos por la amistad entablada con miembros de la Escuela) se han contagiado de una forma de ver la realidad insular que se inicio en la Escuela en torno a 1925, y que transformó enteramente el sistema de representación que hasta entonces aplicaban los pintores canarios. El paisajismo insular más relevante lo asumían las obras de dos pintores: Nicolás Massieu (1874-1954) y Juan Botas Ghirlanda (1882-1917). Massieu — que fue por breve tiempo (sólo algunos meses) profesor en la Escuela—, trabajaba un impresionismo ortodoxo; y Botas aún retenía en su forma impresionista resabios de un cierto romanticismo, aunque sus últimas pinturas (concretamente: los apuntes que debió elaborar a partir de 1913)— constituyan un atractivo ejercicio donde los aportes figurativos casi desaparecen en el remolino de color y materia condensado en esas pequeñas tablas. Ambas concepciones contrastan con la plenamente moderna que se ensaya en la Escuela hacia la mitad de la década de los años veinte, y que obtiene sus primeros resultados en la exposición colectiva celebrada en diciembre de 1929. Es, la nueva visión, una manera de entender la pintura que algo debe al cubismo: subraya las formas geométricas del paisaje, pero, sobre todo, las ordena de manera nítida, seca, y a veces, dura; acaso la adquisición más importante que hacen esos pintores sea la de la luz: una luz que desatiende la confusión impresionista y talla las formas en el aire con la densidad y solidez propias de la escultura. El pintor de obra paradigmática de esta nueva visión es Jorge Oramas (1911-1935); pero también aparece muy conseguida en los dibujos de Felo Monzón (1910-1989) y en algunos lienzos de Juan Ismael (1907-1981) y de Santiago Santana (1909).

Hacia 1960, esa herencia vinculada por leyes de prioridad a la Escuela Lujan Pérez recibe una substanciosa aportación: la de Miró Mainou (1921), un pintor catalán, residente en Las Palmas de Gran Canaria desde 1950. Miró renueva lo que ya se había convertido en tradición pacífica y perdido su vitalidad innovadora. Sus propuestas no desdicen las primitivas, al contrario: van en su misma dirección en cuanto a estructuración geométrica del paisaje; pero suprime aquella dureza atlántica y la sustituye por una ductilidad —que no suavidad— mediterránea, mezclando con desenfado colores que antes mantenían una pureza casi monocroma. Los alumnos que entonces frecuentaban la Escuela —recuerdo cuatro: Alvarado Janina (1947), Manolo Ruiz (1944), Francisco Sánchez (1947) y Juan Betancor (1942)— aprenden su oficio con Miró Mainou y hacen progresar la pintura de paisaje de los primeros indigenistas insulares.

De los cuatro alumnos citados es quizá a Juan Betancor al que más ha interesado la materialidad de la obra; en algunos de sus primeros cuadros introducía una leve capa de arena que daba a la pintura un aspecto rugoso y áspero; pero no fue hasta 1972' cuando la materia, con aglomerado distinto al que emplea actualmente, pasó a ser el elemento más relevante de su obra. Hasta entonces, sus paisajes, aún con la incorporación ocasional de la amalgama, respondían a una visión convencional de la realidad; lo representado era lo sustancial, y la manera lo sustantivo. Gradualmente, la manera fue invadiendo el espacio de la anécdota hasta que ésta concluyó por desaparecer totalmente: lo que quedaba era una superficie abstracta: la materia (frecuentemente parcelada en planos de acusada geometralidad), y algunos signos con vagas propuestas caligráficas, asumían todo el propósito expresivo del cuadro. "He cortado —decía el pintor en 1979— los últimos lazos que ligaban mi obra con la realidad visible"2. Esa ruptura, sin embargo, no fue total: los colores: verdes, azules, rojos, blancos, amarillos, etc. que antes el pintor aplicaba de manera muy característica y personal a casas, árboles, botellas, cielos, etc. seguían presentes en sus cuadros, y a veces, de manera apenas perceptible, sugerían fragmentos de hojas, de paredes, de cristales: emblemas de una forma de visión interior que pugnaban por situarse en la superficie del cuadro.


Después de 1979, Betancor inicia un largo paréntesis de inactividad en lo que se refiere a exposiciones individuales, ocasionado principalmente por la reanudación de los estudios de Bellas Artes; ese paréntesis se interrumpe de forma provisional en 1985 (exposición personal en la galería Malteses y colectiva en la galería Attiir —exposición, la última, donde las obras exhibidas denotan un dominio más fluido y dinámico de los acrílicos con respecto a la realizada en Malteses), y concluye definitivamente en 1990 (exposición Club Prensa Canaria). En ambas exposiciones individuales, y especialmente en la más conseguida y homogénea de 1990, Betancor reitera las formas abstractas según el esquema trazado en 1979, utilizando la materia en todas sus obras. El tiempo transcurrido desde entonces había refinado su técnica —y a ello no fueron ajenos los estudios de Bellas Artes que concluyó en esos años; pero el concepto se mantenía intacto. Sin embargo, la crisis de la abstracción ocurrida en los años ochenta, y la eclosión de nuevos procesos figurativos, proscritos hasta entonces por las sucesivas oleadas vanguardistas que sólo aceptaban la abstracción, el arte conceptual, etc., no podían dejar indiferente a un artista que, como Betancor, apenas disimulaba la emoción fresca y espontánea de su trabajo con el recogimiento racional del formalismo. En la materia había encontrado un vehículo idóneo para expresar un pensamiento plástico de poética oblicua: el color y las texturas variables de las superficies, la ocasional caligrafía, lo eran todo. Pero ¿era eso suficiente? Una revisión de su trabajo anterior a 1972 le proporcionó la clave para acceder a una nueva etapa, iniciada en 1992: obtener una simbiosis entre sus anteriores modelos figurativos y la abstracción: sin renunciar a la libertad que le concedía la abstracción para disponer del color y de la materia, decidió que ambos podían aguantar referencias figurativas, y que tales referencias estarían ligadas casi sin fisuras al paisaje —ese paisaje que constituía su obsesión de siempre, presente incluso, aunque de manera tangencial, en sus obras más cerradamente abstractas.


Obviamente el proceso de fusión llevado a cabo no es tan simple ni mecánico como su descripción literaria parece sugerir: no se trataba de soldar dos moldes para obtener un tercero, que resultaría ser la suma de ambos; el objetivo era fundir dos maneras de visión, y de procedimientos materiales, para lograr una tercera, distinta de las anteriores. Las referencias figurativas de los nuevos cuadros están lejos de conservar la linealidad descriptiva característica de su etapa temprana; en una superficie plana, sin profundidad alguna (herencia de su etapa abstracta) los signos figurativos despliegan sus distintos elementos: árbol, casa, era, parcela de cultivo, surcos, muros, grafismos, y son llevados al espacio pictórico con un mecanismo de composición analítica que sólo nos es perceptible, y eso vagamente, en la contemplación de la totalidad de la obra. Al sistema de composición se añade una singularidad que tiene tanto de intuición poética como de solución primitiva: las formas enumeradas aparecen abatidas, como si un viento prodigioso hubiera recostado en el suelo todas las imágenes verticales dejando intactas sus estructuras: los árboles se representan en alzado o en planta —digámoslo así para utilizar una terminología propia de la otra profesión de Betancor, la cual, sin duda ha influido en su trabajo de pintor—; en ambos casos constituyen formas radiales que dinamizan el juego rítmico de la composición; el "abatimiento" de las casas deja ver las fachadas sin formas muy definidas, unas veces agrupadas, tras dispersas, siempre distribuidas por el espacio pictórico en atención a un ritmo de forma y color en armonía con el entorno; a lo que no se guarda respeto es a la realidad aparencial, confundiendo el lugar de asentamiento; la casa puede estar sobre el árbol, y el sol debajo de la casa; y la tierra —planos horizontales y verticales, con surcos que denotan la presencia humana— se inmiscuye en el cuadro como un agrimensor dispuesto a poner orden en su espacio. Una mirada infantil confundiría algunos de estos cuadros con las figuras de un recortable antes de ser armadas en sus tres dimensiones, cuando todavía están dispersas sobre una superficie, sin que haya otro vínculo entre ellas que el que le proporcione la proximidad indiferente del azar de la tijera. Se trata, no obstante, de un paisaje constructivo, reflejado en una inmovilidad aparente; pero aquí la quietud es parte del significado (The quiet was part oí the meaning. Wallace Stevens), en el sentido de que Betancor parece reflexionar sobre las formas, tanto como representarlas.


También es en apariencia deliciosamente infantil (es decir: ingenuo, fresco, expontáneo, sin prejuicios) el gusto del artista por el color: un color brillante y exaltado, orgiástico casi, pero sin ser nunca agresivo. Los pigmentos azules, rojos, verdes, amarillos, se mezclan con la materia, sin ocultarla o amortiguarla, formando parte indisoluble de su mismo relieve. Colores que no tienen correspondencia semántica con lo que formalmente representan, y que proporcionan una visión subjetiva de la realidad: visión solar, armónica y festiva, estructurada como una música de la que escuchamos la melodía e ignoramos su inflexible estructura.


En cierta manera, este trabajo nuevo de Juan Betancor regresa, con un proyecto muy meditado que incluye el bagaje de todas las experiencias de un autor, a la pureza original del paisajismo insular moderno: aquí se nos ofrece una visión paralela a la que de ese mismo paisaje nos dio Jorge Oramas, salvo que éste armaba sobre la tela las figuras del recortable. 1 La primera exposición con obra absolutamente matérica la realizó Betancor en 1973, en la Sala Cairasco. Las Palmas de Gran Canaria. 2 Texto en el catálogo de la exposición en la galería Balos. Las Palmas de Gran Canaria, 1979. 3 Esos estudios habían sido iniciados en 1973, en Las Palmas de Gran Canaria. Los prosiguió en Barcelona, y los concluyó, con los cursos de Doctorado, en Santa Cruz de Tenerife.


Pinturas (1993-1994)
Centro de Iniciativas de la Caja de Canarias; Del 8 al 25 de Noviembre de 1994

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